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Un encuentro cercano con el demonio de Laplace

Podían verse unas titilantes y tenues luces de la única casa con velas prendidas. La poca luminosidad de las velas, le habría hecho pensar al demonio que solo había una persona en la casa, y que era más que seguro que estaba estudiando.

Él estaba allí, como siempre. Como si no supiera hacer ninguna otra cosa, ninguna otra que resolver los grandes misterios de la vida.

Ésta vez las cosas eran especiales. Andaba muy nervioso con respecto a su último experimento. De hecho, estaba discutiendo vehementemente consigo mismo acerca si realizarlo o no.

Le habían dicho que lo que uno descubre de niño, lo analiza de adulto. En la discusión interna que sostenía, estaba analizando lo que había pasado por su cabeza; nada más ni nada menos que un episodio de su infancia. Se había introducido una aguja de cocer para ver hasta donde llegaba, y había quedado ciego varios días.

Recordando con cariño las siguientes palabras: "no me detuvo esa vez" . Como cada vez que estaba apunto de intentar algo nuevo. "¿Qué más da?", pensó con algo de orgullo, y prosiguió a escribir en un papel las instrucciones profanas de las apolilladas páginas de sus libros predilectos.

Se justificó, después de unos cuantos segundos. Se convencía a sí mismo, de que en verdad, al demonio no le importaba en lo más mínimo lo que estaba a punto de hacer. Después de todo, él era el demonio, y ya debería estar al tanto de todo.

Le tomaría algunos días, a fin de cuentas, una instrucción a tal escala significaría muchas marcas negras y espacios en blanco en un orden específico para que todo saliera del modo en que tenía que salir. Antes que cualquier cosa, debía preparar los engranajes y avisar a los trabajadores de la tarea que estaban a punto de emprender.

Si el demonio quería interrumpir el resultado inevitable, el gato debería estarse preguntando acerca de la existencia del mundo por fuera de su caja. Ésta era la única forma posible, observar la paradoja era la única redención para todos, así significara el sueño eterno. De todos modos, las implicaciones eran enormes, la suerte de estar condenado a morir no significaría nada en un mundo sin principio ni fin. No se trataba de quedarse ciego unos días, sino más bien, de nunca haber sido.

Era preferible a esperar que todo el mundo se diera cuenta de los resultados de lo que, otrora, fuera la torre del reloj. Era mejor que revelarles la asquerosa realidad que habían revelado los grasientos engranes de la máquina del señor Von Neuman.

Nada más, ni nada menos, que el Frankenstein de acero.


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